viernes, 9 de abril de 2010

Bajo las Flores

La brisa de otoño, una brisa suave con tintes veraniegos que coge fuerza y frescura poco a poco, danzaba por los prados, provocando el aleteo de las copas de los árboles y el ondulamiento de las hojas.

El vestido de la mujer, que andaba lentamente por el camino, trataba de huir de su cuerpo, unirse a las nubes que empezaban a ocultar al gran astro y abandonar los muchos pliegues que lo recorrían.

Su rostro estaba curtido, pero era altivo y orgulloso. Las arrugas marcaban su piel, antaño tersa y perfecta. 20 años atrás, habría provocado las delicias del más selecto de los caballeros. El ceño fruncido por un dolor absoluto, los ojos grises y tortuosos, la mirada perdida…. Sus cabellos ralos y canos apenas se levantaban, tan poca era la vitalidad que restaba.

Al frente, el sol empezaba a esconderse, entre las nubes y los prados, y la belleza del espectáculo era tal que sobrecogería al más impávido de los hombres. Era un bello atardecer, como el que tantas veces habían contemplado, cogidos de la mano, cuando las palabras sobraban y el único lenguaje apropiado era el de las caricias de un amante.
Pero ahora él ya no estaba, y el sol le hacía daño en los ojos, la martirizaba, le hacía recordar y llorar. Hacía tres Otoños que no contemplaban una puesta de sol juntos, y ella no había podido soportar la soledad tan inmensa, carcomiéndose y muriendo poco a poco…
Recordaba todo lo que habían vivido, los mejores años de su vida, y las lágrimas que cayeron fueron de felicidad por una vida que cualquiera habría deseado y que muy pocos habrían conseguido… Y ahora, nada de eso existía, y la cruda realidad la atacaba. La brisa que antes provocaba un hormigueo en su piel la helaba hasta el tuétano, y el sol que calentaba su cuerpo la cegaba, arañando a su maltrecha mirada.
Bajo aquellas flores yacía, muerto y lleno de gusanos, el cuerpo de su amado, y eso le hacía ver con claridad lo efímera y fugaz que era la vida. Se arrodilló en el prado donde él descansaba. El cielo adquiría tonos grisáceos y cada vez más oscuros, y el viento se le antojó frío y desolador. Enterró las manos en su vestido, y no lloro porque no quedaban lágrimas.

Se acurrucó sobre el campo, congelada, entumecida y atorada, con la piel acariciada por unas flores que parecían cuchillas. Vio a la muerte, reflejada en el oscuro cielo sin estrellas, y entendió lo oscura y fría que resultaba, pero no lloró ni se lamentó, tantos años de pena le habían quitado fuerzas incluso para eso, y cuando el último rayo del sol cayó, la brisa se tornó una tormenta. Cayeron algunas gotas que acariciaron su rostro y enjugaron las lágrimas, y entonces, cerró los ojos, cansada de vivir y de sufrir, y sus ojos contemplaron aquel primer atardecer de hace treinta años, cuando sus labios se unieron por primera vez. Ahora los sentía agrietados, mojados por el agua y llenos de moratones de una vida difícil. Se los acarició lentamente, con un dedo que era poco más que hueso y arruga, y el aliento de la vida se escapó lentamente, sin volver a abrir los ojos, yaciendo bajo las flores.