viernes, 31 de diciembre de 2010

Recuerda

Otro nuevo relato de exactamente el 25/07/2008. Hace ya unos añitos de esto, pero me sentía con ganas de subir algo nuevo y siempre quise subir este. Esperemos que la musa me llegue más tarde o más temprano, y si no, en Verano quiero exprimirme el seso a tope >.<

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La noche abrazó el cielo con su negro manto, y las estrellas se desplegaron sobre el orbe, mientras la lluvia caía en los bosques lejanos y la brisa hacía ondear las ramas de los árboles.

- ¿Sabes, mi querido hijo?- Dijo Artorius a su compañero, un joven soldado que lucía las insignias de la legión- Dicen que las estrellas son las almas de los guerreros caídos en combate, guerreros que como nosotros lucharon, y sus espíritus ascendieron al cielo. Mira esa estrella de allí, según cuentan es Lorenzo Lupo, el héroe de la V.

Artorius era un hombre veterano. Debía rondar por los 55 años, pero se sentía con una energía que, por momentos, superaba a los más jóvenes. Pelo y barba oscuros, salpicados de canas hasta lo indecible, y ojos profundos y torturados. Nariz partida por alguna batalla particularmente violenta y numerosas cicatrices. Su armadura dorada le cubría el cuerpo, y las gotas de lluvia resbalaban sobre ella provocando un molesto ruido en la noche. El gladius descansaba colgando de una vaina con el símbolo del águila dorada, y el escudo junto al casco estaban apoyados al lado de ellos, en el parapeto del muro.

- También cuentan que el peor momento de una tormenta es la calma que la precede. No saben cuanta razón tienen. Saber que tu fin está cerca, y aún así resignarse a permanecer en tu lugar; por tu familia, por tu honor, por Roma... Miles de hombres han muerto ya, y su sangre riega estas tierras como la lluvia misma. Y sin embargo, los bárbaros no cesarán hasta acabar con todos nosotros y créeme, un día lo conseguirán.

Artorius había visto cientos de ocasiones como esa, y también como sus más allegados caían presos de las espadas enemigas, y muchos otros de la desesperación y el miedo. ¿Cuántas veces lo habría sentido en aquellas ocasiones?

Cerró los ojos y abandonó el campamento por unos momentos, y sus sentidos se inundaron por el fuego crepitante del hogar, una mujer que le quería y unos hijos abrazándole. Cuánto había dejado atrás, pero sabía que de él dependía que todo ello siguiese vivo,la llama de su esperanza, el fuego de sus noches. Y lo defendería con toda su alma.

La fría brisa de la muerte volvió a inundar sus sentidos, y el agua que descendía con fuerza sobre ellos le despertó del ensueño.

- Nuestro tiempo se acaba, hijo mío- Sentenció tras un largo rato de silencio en el que observaban cientos de hogueras consumiéndose en la lontananza, en el campamento enemigo- Yo ya he pedido demasiado a los dioses, pero tu vida está llena de posibilidades. Quizá... seguramente, no pase de mañana. Pero no debes llorarme.

El centurión sujetó de los hombros al que era su primogénito y le miró de forma profunda e intensa, penetrándolo con la mirada.

- Recuerda lo que te digo. Recuerda el ayer, recuerda a los héroes y vive para rememorar sus hazañas. Recuerda que, cuando mires a las estrellas en noches como esta, sabrás que allí estaré yo, y que mi fuerza y mi coraje estarán contigo. No te consumas en las llamas del olvido y la desesperanza- Los ojos se le iluminaron, y alzó la voz en las siguientes palabras- ¡Recuerda el ayer, pero sobre todo, haz que te recuerden!

Los tambores de guerra sonaron lejanos, y pronto se les unieron los cuernos. El anciano hombre recogió sus armas y echó una breve mirada a su hijo.

- Recuérdalo, y haz que me sienta orgulloso de ti.

Después, descendió las escaleras, hacia las puertas de los infiernos, y su joven hijo observó al héroe marchar, para siempre.

- No- Se dijo, mientras luchaba para contener las lágrimas- No lloraré, pues no hay pena o miseria en la muerte por honor. Padre- Se dijo, como juramento- Te recordaré, a ti y a todos los héroes. Y haré que me recuerden- Echó una última mirada al cielo antes de marchar y, por un fugaz instante, creyó ver una nueva estrella brillando en el firmamento.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Memorias

El viento golpeaba los recios muros de piedra de la elevada torre, mientras la lluvia repiqueteaba con fuerza contra el tejado para luego caer en chorros hacia abajo.

El anciano señor del torreón contemplaba, desde su sobria habitación, la tormenta que cada vez acosaba sus tierras con más fuerza, intercalándolo con los pergaminos en los que escribía, con una letra fina y estilizada. La habitación era circular, como la torre donde moraba, y aparte de una cama de paja con varias sábanas, un pequeño armario con algunas piezas de ropa, una estantería repleta de libros y manuscritos y un imponente escritorio, que ocupaba más de la mitad de la cámara, no había muchas más cosas, aunque el escritorio estaba a rebosar.

Por toda la parte de la pared había varias velas de distintos tamaños cuyas llamas titilaban alumbrando la penumbra de la noche dispuestas de forma aleatoria. Sobre la mesa se extendían multitud de textos y pergaminos donde se habían garabateado miles de palabras e historias, con varias plumas de diferente tamaño y aspecto dispuestas sin mucho orden aparente, y un tintero cerca de donde el hombre se sentaba.Después de todo, había cierto orden lógico en la disposición de los elementos.

Entonces, los goznes de la puerta de entrada chirriaron, y ruidosamente la puerta se abrió, provocando una intensa ráfaga de viento que entró desde el pasillo y, además de congelar sus viejos y entumecidos huesos y apagar más de la mitad de las velas, tiró el tintero sobre el escritorio y derramó parte de su contenido sobre el caro rollo sobre el que escribía. El hombre esbozó una mueca y suspiró, tratando de recomponer el desorden de la mesa mientras uno de sus sirvientes, un joven erudito, con la cabeza rapada y una túnica marrón y sandalias como única vestimenta, entraba en su habitación, saludando con respeto.

- Señor, una comitiva se acerca por el camino - Avisó su sirviente, mientras entrecerraba los ojos y trataba de acostumbrarse a la escasa iluminación de la habitación. Parpadeó varias veces, y luego continuó – Son alrededor de cincuenta, y van armados.

El hombre frunció el ceño, visiblemente preguntándose a qué se debería una visita en un tiempo tan enrevesado y a tan altas horas de la noche. Luego, como acordándose de algo de repente, volvió a mirar a sus textos y esbozó un amago de sonrisa, mientras miraba por la ventana, pero la tormenta le impedía ver nada más allá de la propia inmediatez.

- Tal vez sea el momento – Dijo simplemente, mientras despedía al hombre con un gesto y se alegró de casi haber acabado su historia.

Los centenares de páginas que cubrían el escritorio, y la última sobre la que el hombre trabajaba, no eran alguna copia de un aburrido manuscrito, o los delirios de un viejo terminal. Eran una historia, la historia de su propia vida.
No siempre había sido un aburrido maestre en una torre solitaria habitad por media decena de personas. En su juventud, había sido un pendenciero aventurero; un guerrero. Había matado más hombres que días tiene un año, y realmente no se arrepentía. Simplemente, sus huesos se habían vuelto blandos y cansados, y había decidido retirarse de su antigua vida. Por supuesto, muchas de las personas que había matado podrían haber sido inocentes, como también había terminado con la vida de grandes figuras y personas importantes. Quizá el batallón que se dirigía hacia allí estuviese enviado por algún familiar rencoroso de alguno de los tantos que habían pasado por su filo.

- Ya sabías que esto iba a pasar – Se dijo a sí mismo, mientras se esmeraba en las páginas, escribiendo a toda prisa las últimas líneas de su vida.

Miró al armario, en el cual descansaba una gran espada envainada, y por un instante pensó en morir con ella. Luego desechó la idea. Como durante muchos años su compañera había sido la espada, hacía otros tantos que la pluma la había sustituido. Firmó la última de las páginas mientras de nuevo el sirviente de antes entraba, provocando que otra docena de velas se apagasen, dejando apenas un puñado de tenues llamas. El hombre, visiblemente alterado, tenía los ojos muy abiertos y miraba de un lado para otro.

- Maestro – Jadeó, tratando de recuperar el aliento perdido en una carrera agotadora – Han entrado.

- Que así sea – Dijo secamente el anciano, mientras colocaba una bolsa de cuero repleta de monedas en la mano de su sirviente, y señalaba al montón de pergaminos y textos – Quiero que los guardes y te escondas. Como última tarea, te encomiendo guardar lo que he estado escribiendo tantos años, pues hoy ha sido escrita la última página, y el punto final está ya puesto.

- ¿Qué es, señor? – Preguntó, cogiendo la bolsa y, ya por puro instinto, sacudiéndola para escuchar su contenido.

- Algo que quiero que conserves – Contestó simplemente, mientras organizaba de forma apresurada los textos y se los entregaba enrollados. Después, el hombre, todavía lleno de incógnitas pero visiblemente preocupado por las prisas, salió corriendo, buscando un escondrijo.

Después el anciano se dio la vuelta, se acercó cojeando hasta la ventana, mirando el borroso perfil de las nubes lejanas y la textura de los inmensos bosques que lo rodeaban. La puerta se abrió de nuevo, y una pareja de hombres corpulentos cubiertos de malla y cuero, uno de ellos portando un hachón más grande que el anciano, y el otro con una larga espada, aparecieron, obligándose a agacharse para pasar por la puerta.

Contemplaron unos instantes al anciano, y, mostrando su aplomo, el hombre se acercó lentamente hacia ellos.

- Buenas noches, caballeros – Dijo con tono calmado, sin alterarse. A su espalda, solamente una vela continuaba titilando suavemente - ¿Puedo saber a qué se debe su visita?

Uno de los hombres escupió al suelo y, con una mueca brutal en un rostro tuerto, con varias cicatrices por la cara y la mitad de sus dientes partidos, se acercó al hombre. Por sus túnicas y su habitación, era el señor de la torre, aunque por su aspecto pareciese un anciano copista más, lo que provocaba confusión en su ruda mente.

- Si - Contestó sin llegar a ser preguntado, dándose la vuelta y avanzando hacia el escritorio, dejándolos a su espalda – Soy yo el que mató a aquel buen amigo de vuestro señor, hace tantos años – Concretó, ante el rostro sorprendido de los dos hombres, que se miraron - ¿A qué esperan? – Instó.

El que portaba la espada se encogió de hombros y, con sonrisa estúpida, se acercó al hombre, tiró su espada al suelo y desenfundó de su cinturón un pequeño cuchillo afilado.

El hombre hizo un corte en su cuello, lo bastante profundo para que empezase a sangrar, y el hombre trató de arrastrarse y alcanzar la ventana, trastabillando y apoyándose sobre la silla. A lo lejos, un brutal trueno golpeó la campiña, y segundos después un rayo atravesó el cielo. El anciano cayó sobre la mesa, y estirando la mano, agarró la pequeña vela. La vida se escapaba por fin de su cuerpo marchito y, ante la mirada sorprendida de los dos hombres de armas que acababan de arrebatarle la vida, la agarró con firmeza y, presionando con el pulgar y el índice, apagó la última llama titilante, al tiempo que otra llamaba abandonaba su corazón y, aflojando la presión de sus piernas, cayó al suelo.

Sobre la mesa, podía verse la hoja final de sus memorias, ya terminadas, sellada y lacrada con un pequeño círculo de la ardiente cera de esa última vela que ardió en la sala.

viernes, 2 de julio de 2010

Un mar de Estrellas

La brisa del mar acaricia mi rostro y agita mis cabellos. Camino descalzo sobre la fina capa de arena, y siento cómo mis dedos son acariciados por cada grano, mientras atraviesan las capas. Me detengo frente a la orilla, mojándome hasta el muslo en las aguas cristalinas, sintiendo como las piedras afiladas magullan mis pies, aunque lo que de verdad sangra es mi corazón.

Miro hacia delante, hacia el horizonte, y una lágrima cae de mi rostro. Elevo la vista al cielo, hacia las estrellas de la noche, millones de puntos luminosos que me miran burlescos.

El viento vuelve, trayéndome la fragancia de su pelo, y mi mente se llena con los recuerdos de su bello cuerpo desnudo al pálido reflejo de la luna, de nuestros rostros unidos en un beso y de lo que debía haber sido un simple baño, mientras ella gritaba desconsolada, y la corriente la arrastraba…
Rompo a llorar, y caigo de rodillas haciéndome cortes por mi descuido, pero no me importa. Ella era el amor de mi vida, y ahora no tengo nada. Levanto la vista al cielo, y vislumbro su rostro, su bello rostro, entre las estrellas, dibujándose de un modo claro.

Miro hacia el horizonte de nuevo, y mi decisión se fortalece.

- Pronto estaré junto a ti – Susurro quedamente, para no romper la belleza del entorno con mi ronca voz.

Me levanto, y camino entre las piedras siguiendo la ruta que me guía la luna, hundiéndome cada vez más. De pronto, estoy nadando, y continúo durante quién sabe cuánto tiempo. Mi túnica se rasga con una piedra extremadamente larga y afilada y me veo nadando desnudo. Mis fuerzas flaquean, y mi decisión se debilita. De pronto, comprendo que ya no hay vuelta atrás. Sé que por fin la veré, pero incluso así, no consigo estar en calma. Lloro, por la inalienable promesa de la muerte, que llega más temprano que tarde. Intento luchar contra la corriente, pero pronto me dejo llevar por ella, arrastrándome hacia el reflejo de la luna. Vuelvo a mirar al cielo, y mientras siento que las fuerzas me abandonan y me hundo lentamente, miro al cielo y veo su rostro en mitad de otro mar. Un mar de estrellas….

viernes, 9 de abril de 2010

Bajo las Flores

La brisa de otoño, una brisa suave con tintes veraniegos que coge fuerza y frescura poco a poco, danzaba por los prados, provocando el aleteo de las copas de los árboles y el ondulamiento de las hojas.

El vestido de la mujer, que andaba lentamente por el camino, trataba de huir de su cuerpo, unirse a las nubes que empezaban a ocultar al gran astro y abandonar los muchos pliegues que lo recorrían.

Su rostro estaba curtido, pero era altivo y orgulloso. Las arrugas marcaban su piel, antaño tersa y perfecta. 20 años atrás, habría provocado las delicias del más selecto de los caballeros. El ceño fruncido por un dolor absoluto, los ojos grises y tortuosos, la mirada perdida…. Sus cabellos ralos y canos apenas se levantaban, tan poca era la vitalidad que restaba.

Al frente, el sol empezaba a esconderse, entre las nubes y los prados, y la belleza del espectáculo era tal que sobrecogería al más impávido de los hombres. Era un bello atardecer, como el que tantas veces habían contemplado, cogidos de la mano, cuando las palabras sobraban y el único lenguaje apropiado era el de las caricias de un amante.
Pero ahora él ya no estaba, y el sol le hacía daño en los ojos, la martirizaba, le hacía recordar y llorar. Hacía tres Otoños que no contemplaban una puesta de sol juntos, y ella no había podido soportar la soledad tan inmensa, carcomiéndose y muriendo poco a poco…
Recordaba todo lo que habían vivido, los mejores años de su vida, y las lágrimas que cayeron fueron de felicidad por una vida que cualquiera habría deseado y que muy pocos habrían conseguido… Y ahora, nada de eso existía, y la cruda realidad la atacaba. La brisa que antes provocaba un hormigueo en su piel la helaba hasta el tuétano, y el sol que calentaba su cuerpo la cegaba, arañando a su maltrecha mirada.
Bajo aquellas flores yacía, muerto y lleno de gusanos, el cuerpo de su amado, y eso le hacía ver con claridad lo efímera y fugaz que era la vida. Se arrodilló en el prado donde él descansaba. El cielo adquiría tonos grisáceos y cada vez más oscuros, y el viento se le antojó frío y desolador. Enterró las manos en su vestido, y no lloro porque no quedaban lágrimas.

Se acurrucó sobre el campo, congelada, entumecida y atorada, con la piel acariciada por unas flores que parecían cuchillas. Vio a la muerte, reflejada en el oscuro cielo sin estrellas, y entendió lo oscura y fría que resultaba, pero no lloró ni se lamentó, tantos años de pena le habían quitado fuerzas incluso para eso, y cuando el último rayo del sol cayó, la brisa se tornó una tormenta. Cayeron algunas gotas que acariciaron su rostro y enjugaron las lágrimas, y entonces, cerró los ojos, cansada de vivir y de sufrir, y sus ojos contemplaron aquel primer atardecer de hace treinta años, cuando sus labios se unieron por primera vez. Ahora los sentía agrietados, mojados por el agua y llenos de moratones de una vida difícil. Se los acarició lentamente, con un dedo que era poco más que hueso y arruga, y el aliento de la vida se escapó lentamente, sin volver a abrir los ojos, yaciendo bajo las flores.

domingo, 21 de marzo de 2010

Llueve

Amanece....

La lluvia, una fina capa primaveral, cae sobre mí mojando mi cuerpo, y el viento acaricia mi rostro. Mientras, el sol aparece, saliendo de entre las nubes, y sus rayos atraviesan el cielo y disipan cualquier duda sobre el futuro, calentando mi cuerpo y mi corazón, y el arco iris se deja ver en la distancia. No siento ninguna duda, y no temo lo que pueda pasar. Me siento fuerte y ajeno a la muerte y el frío del acero, como si aceptase lo que puede pasar.

- Es tan bonito – Me oigo decir a mí mismo, mientras contemplo desde mi ventana cómo el gran astro se eleva lentamente, y un resplandor ilumina todo el valle, dejando ver la lejana columna que se eleva hacia la aldea – Un digno final...

Entonces me doy cuenta de que ni siquiera me he lavado la cara, y me retiro a la palangana con agua del día anterior.

- Suficiente – Pienso mientras me lavo la cara y el cuerpo, y luego empiezo a vestirme, lentamente, sin prisas, sabiendo todo lo que va a pasar, pero sin sentir miedo

Cojo mis armas. Las armas que empuño mi padre y el suyo antes que él. La espada está mellada, el escudo doblado en los bordes y la cimera rajada. No son armas muy seguras, ni las que usaría un héroe de leyenda para librar su última contienda contra el dragón de turno, pero que demonios… Ni yo soy un héroe ni mi enemigo un dragón. Me coloco la cota de malla oxidada, y tras guardar la espada en un cinto medio podrido salgo fuera. En el exterior, varias decenas de hombres cómo yo se preparan para el destino inevitable. Puedo ver en sus rostros que algunos lo aceptan, otros no, pero eso ya no importa. El destino será común a todos nosotros.

Aquel que se hace llamar caballero sale de su cabaña. Las armas que porta son mucho más esplendorosas que las mías, eso es innegable, y su expresión es decidida y feroz.

Recojo una de las lanzas, palos apenas tallados con una punta de hierro en su extremo, y me dirijo a la formación. Nos colocamos en la explanada exterior del pueblo, y nos limitamos a esperar. A lo lejos, el enemigo avanza a ritmo tranquilo. Algunos dicen que son bestias, otros que son demonios, pero para mi no son más que hombres. Hombres con sus pasiones, sus deseos, sus penas y sus amores. Hombres que matan y mueren, como yo.

El sol está en su cenit. Deja de llover. Ellos siguen avanzando sin prisa alguna. Me quito el casco, y dejo que el viento acaricie mi rostro y haga danzar mis cabellos mientras contemplo por última vez mi tierra natal, donde nací, donde viví y donde moriré, y esa imagen prevalece en mi mente.

Ya están aquí. Las mujeres gritan, los niños lloran y los hombres rezan lo que saben. Me coloco el yelmo y empuño la lanza, y contemplo, inexpresivamente, como cientos de figuras se lanzan a la carga hacia nosotros. ¿Debería sentir miedo?

Bajo la lanza, me preparo para recibir el impacto y contemplo fijamente, concentrado. Aquel que se hace llamar caballero grita varias órdenes. Una flecha diestramente lanzada le impacta en el cuello y cae muerto al suelo como un saco de patatas. Los hombres se preparan. Unos cuantos tiran las armas y corren para salvar la vida. Las flechas llueven sobre nosotros. Coloco mi escudo y dejo que el impacto caiga, y siento los golpes, y un pinchazo en mi pierna me hace gemir de dolor. Mantengo firmemente mi arma, como querría mi padre, y cuando escucho el sonido de los cascos de los caballos, la esgrimo hacia arriba. Algo duro es atravesado por su punta, y un chorro de sangre empapa mi rostro. Suelto la lanza bloqueada y desenvaino mi espada.

Un hombre armado con un hacha salta hacia mí. Bloqueo su ataque, como me enseñaron, y golpeo contra su rostro desnudo. Se echa hacia atrás y vuelve a golpearme en el brazo izquierdo. Gimo de dolor, y golpeo por inercia con mi escudo contra su rostro, haciendo que se desestabilice. Sigo avanzando, tajando y cortando, mientras siento decenas de pinchazos y dardos por todo mi cuerpo, y la vista se me empieza a nublar.

Enderezo la espalda, mientras rujo con las fuerzas que me restan. Mi espada sube y baja, chocando contra acero, y entonces encuentro algo blando, y un chorro de sangre empapa mi cuerpo. Bramo triunfante y sigo avanzando, pateando y destrozando. A mi alrededor, los hombres matan y mueren, pero yo me siento invencible, como un dios viviente...

Una maza me golpea en la columna desde atrás, y siento como se quiebra ante el golpe. Intento levantarme, manoteo desesperadamente y caigo de boca, partiéndome la mandíbula. Intento girarme, mientras suelto las armas y lágrimas de impotencia resbalan por mi rostro.

Atraviesan nuestras filas y nos masacran como a corderitos. Antorchas y flechas ardiendo cruzan el cielo, tapando el arcoiris. Las cabañas arden, las mujeres son profanadas y los hombres como yo, acuchillados.

Empieza a llover. Es una lluvia espesa, y sabe a cenizas. Miro hacia el espeso cielo taponado por el humo. Mi casa arde. Todo el pueblo arde. El humo sube, y tapona toda luz y esperanza. Siento la fría mano de la parca acariciar mi rostro, rodearme y quitarme la fuerza vital mientras las finas gotas de lluvia me martirizan. Soy consciente de mi muerte y de la muerte absoluta a mi alrededor y lo último que percibo es que, a mí alrededor, llueve.

domingo, 14 de marzo de 2010

Redención: Parte I

Caminaba con paso firme, de un modo casi mecánico, perdido en la inmensidad y ajeno a todo lo que sucedía a mi alrededor.

En forma de un insistente murmullo en mi cabeza, escuchaba los gritos agónicos y las súplicas de mis víctimas, y el fuego de la ciudad ardiendo se reflejaba en mis ojos, profundos y melancólicos, llorosos por el humo y la destrucción desatada.

Mientras andaba entre las ruinas de la belleza, por mis ojos desfilaban los rostros de cada una de mis presas. Y sus caras, las caras de niños, mujeres y ancianos inocentes me miraban con terror y un miedo absoluto, mientras les arrebataba la vida.

¿Cuántos niños inocentes y ancianos impotentes habrían caído ya al abandono de mi frío acero? ¿Cuántos estarían por llegar hasta que la insaciable sed de sangre de mi señor se aplacase?
Yo mismo me había respondido. Su sed era insaciable, y llevaría la muerte allá donde fuese hasta que muriese, curiosa ironía, aunque la culpabilidad de sus muertes ya lo hacían, y cada día estaba un poco más muerto.

Lo peor eran las mujeres... Su rostro bañado en lágrimas, apretando futilmente a sus hijos, tratando de defenderlos de mi, mientras imploraban perdón... En cierto modo se lo daba, y precisamente era el perdón que yo mismo buscaba, pero ese conocimiento no cambiaba nada.

Desperté de mi ensimismamiento cuando algo me zarandeó el hombro. Levanté la mirada mientras apartaba de mi una mano callosa y vi a uno de esos crueles bastardos que disfrutaban matando, como todos los que habían a mi alrededor, y realmente sentí ganas de desenvainar la espada y matarlo. ¿Serviría de algo? Decidí contenerme.

- La matanza continúa - Dijo mientras mostraba una cruel sonrisa, con varios dientes partidos y amarillentos, con llagas y una lengua inflamada- Las calles ya son nuestras, y los hombres se han dado al saqueo y el libre placer, pero en el palacio la defensa sigue. Debe caer - Enfatizó mientras golpeaba su mano abierta con un puño.

Asentí secamente mientras mi semblante se ensombrecía. Más muertes a la lista.

El asalto fue brutal y sangriento. En apenas unos minutos avanzaba por encima de barricadas y portones derribados, dejando a mis espaldas los cadáveres de decenas de hombres, irreconocibles y destrozados.

Por delante mía, una descomunal horda de hombres que rugían y se comportaban como bestias arrasaban con lo que encontraban. Violaban a las doncellas y mataban a cualquier hombre que encontrasen, mientras rapiñaban lo que podían e incluso peleaban entre ellos por las riquezas. Justo delante, el hombre de antes me señalaba el camino a los aposentos reales, donde sin duda estarían escondidos los niños.

En cada recodo, esquina y habitación encontrábamos a valientes hombres realizando una enconada defensa, matando sin piedad a los ebrios invasores hasta que eran finalmente aplastados por el número. Más de una veintena de hombres cayeron tan solo bajo mi filo. Todos ellos hombres buenos que cumplían con su honor y su deber, no como yo.

Finalmente, entramos en una habitación especialmente decorada, tras derribar la puerta de una patada. Media decena de guardias con las mejores armas y armaduras salieron de las sombras, acuchillando a los hombres que iban delante y cargando sobre nosotros.

Hice resbalar a un golpe de refilón con mi guantelete acorazado, y usé la empuñadura de la espada para golpear a mi atacante en la nariz, haciendo saltar un chorro de sangre y provocando que retrocediera. Volví a golpearle en los riñones y le di un puñetazo de acero en la mandíbula, lanzándolo contra el suelo. Tras eso, avancé, dejando atrás a los hombres que peleaban e internándome en la estancia.

Era una habitación grande, decorada con numerosos detalles infantiles y mucho lujo. Escuché un llanto quedo y apagado procedente de algún lugar, y entonces centré mi vista.

En una pared había un gran armario de madera de cedro. Delante, una ventana cerrada y unas cortinas, y a mi derecha tres camas en forma de litera. Aguzé el oído a tiempo de escuchar el sonido del metal al chocar, y me giré rápidamente, bloqueando con la espada el ataque del guardia moribundo y rematándolo con un tajo en el cuello que le hizo caer. Avancé dos pasos más, y una mujer rabiosa y gritando se abalanzó sobre mí. La agarré del brazo y, con la tristeza más absoluta, la lancé contra la pared mientras le clavaba la espada en el corazón. Escuché un llanto de pena y, con lágrimas en los ojos, golpeé el armario, arrancándole la cerradura y dejando ver a 3 niños vestidos con las mejores galas. Las lágrimas asomaron a mi rostro, y mientras contemplaba sus tiernos y asustados rostros, deseé poder darme la vuelta y salvarles, pero a mi alrededor se amolinaban más hombres, que me miraban con sonrisas porcunas en el rostro. Tiré la puerta al suelo, con un grito de impotencia y dolor, estoqué 3 únicas veces, acallando los gritos y los llantos de los 3 pequeños, y empapando mi espada y mi corazón de más sangre inocente.

Me limité a sacudir la goteante espada y, con la mirada perdida, regresar al campamento, sabedor de que, una vez más, había fracasado..