Amanece....
La lluvia, una fina capa primaveral, cae sobre mí mojando mi cuerpo, y el viento acaricia mi rostro. Mientras, el sol aparece, saliendo de entre las nubes, y sus rayos atraviesan el cielo y disipan cualquier duda sobre el futuro, calentando mi cuerpo y mi corazón, y el arco iris se deja ver en la distancia. No siento ninguna duda, y no temo lo que pueda pasar. Me siento fuerte y ajeno a la muerte y el frío del acero, como si aceptase lo que puede pasar.
- Es tan bonito – Me oigo decir a mí mismo, mientras contemplo desde mi ventana cómo el gran astro se eleva lentamente, y un resplandor ilumina todo el valle, dejando ver la lejana columna que se eleva hacia la aldea – Un digno final...
Entonces me doy cuenta de que ni siquiera me he lavado la cara, y me retiro a la palangana con agua del día anterior.
- Suficiente – Pienso mientras me lavo la cara y el cuerpo, y luego empiezo a vestirme, lentamente, sin prisas, sabiendo todo lo que va a pasar, pero sin sentir miedo
Cojo mis armas. Las armas que empuño mi padre y el suyo antes que él. La espada está mellada, el escudo doblado en los bordes y la cimera rajada. No son armas muy seguras, ni las que usaría un héroe de leyenda para librar su última contienda contra el dragón de turno, pero que demonios… Ni yo soy un héroe ni mi enemigo un dragón. Me coloco la cota de malla oxidada, y tras guardar la espada en un cinto medio podrido salgo fuera. En el exterior, varias decenas de hombres cómo yo se preparan para el destino inevitable. Puedo ver en sus rostros que algunos lo aceptan, otros no, pero eso ya no importa. El destino será común a todos nosotros.
Aquel que se hace llamar caballero sale de su cabaña. Las armas que porta son mucho más esplendorosas que las mías, eso es innegable, y su expresión es decidida y feroz.
Recojo una de las lanzas, palos apenas tallados con una punta de hierro en su extremo, y me dirijo a la formación. Nos colocamos en la explanada exterior del pueblo, y nos limitamos a esperar. A lo lejos, el enemigo avanza a ritmo tranquilo. Algunos dicen que son bestias, otros que son demonios, pero para mi no son más que hombres. Hombres con sus pasiones, sus deseos, sus penas y sus amores. Hombres que matan y mueren, como yo.
El sol está en su cenit. Deja de llover. Ellos siguen avanzando sin prisa alguna. Me quito el casco, y dejo que el viento acaricie mi rostro y haga danzar mis cabellos mientras contemplo por última vez mi tierra natal, donde nací, donde viví y donde moriré, y esa imagen prevalece en mi mente.
Ya están aquí. Las mujeres gritan, los niños lloran y los hombres rezan lo que saben. Me coloco el yelmo y empuño la lanza, y contemplo, inexpresivamente, como cientos de figuras se lanzan a la carga hacia nosotros. ¿Debería sentir miedo?
Bajo la lanza, me preparo para recibir el impacto y contemplo fijamente, concentrado. Aquel que se hace llamar caballero grita varias órdenes. Una flecha diestramente lanzada le impacta en el cuello y cae muerto al suelo como un saco de patatas. Los hombres se preparan. Unos cuantos tiran las armas y corren para salvar la vida. Las flechas llueven sobre nosotros. Coloco mi escudo y dejo que el impacto caiga, y siento los golpes, y un pinchazo en mi pierna me hace gemir de dolor. Mantengo firmemente mi arma, como querría mi padre, y cuando escucho el sonido de los cascos de los caballos, la esgrimo hacia arriba. Algo duro es atravesado por su punta, y un chorro de sangre empapa mi rostro. Suelto la lanza bloqueada y desenvaino mi espada.
Un hombre armado con un hacha salta hacia mí. Bloqueo su ataque, como me enseñaron, y golpeo contra su rostro desnudo. Se echa hacia atrás y vuelve a golpearme en el brazo izquierdo. Gimo de dolor, y golpeo por inercia con mi escudo contra su rostro, haciendo que se desestabilice. Sigo avanzando, tajando y cortando, mientras siento decenas de pinchazos y dardos por todo mi cuerpo, y la vista se me empieza a nublar.
Enderezo la espalda, mientras rujo con las fuerzas que me restan. Mi espada sube y baja, chocando contra acero, y entonces encuentro algo blando, y un chorro de sangre empapa mi cuerpo. Bramo triunfante y sigo avanzando, pateando y destrozando. A mi alrededor, los hombres matan y mueren, pero yo me siento invencible, como un dios viviente...
Una maza me golpea en la columna desde atrás, y siento como se quiebra ante el golpe. Intento levantarme, manoteo desesperadamente y caigo de boca, partiéndome la mandíbula. Intento girarme, mientras suelto las armas y lágrimas de impotencia resbalan por mi rostro.
Atraviesan nuestras filas y nos masacran como a corderitos. Antorchas y flechas ardiendo cruzan el cielo, tapando el arcoiris. Las cabañas arden, las mujeres son profanadas y los hombres como yo, acuchillados.
Empieza a llover. Es una lluvia espesa, y sabe a cenizas. Miro hacia el espeso cielo taponado por el humo. Mi casa arde. Todo el pueblo arde. El humo sube, y tapona toda luz y esperanza. Siento la fría mano de la parca acariciar mi rostro, rodearme y quitarme la fuerza vital mientras las finas gotas de lluvia me martirizan. Soy consciente de mi muerte y de la muerte absoluta a mi alrededor y lo último que percibo es que, a mí alrededor, llueve.
domingo, 21 de marzo de 2010
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me gusta mucho como escribes..
ResponderEliminarcronopio :)