domingo, 14 de marzo de 2010

Redención: Parte I

Caminaba con paso firme, de un modo casi mecánico, perdido en la inmensidad y ajeno a todo lo que sucedía a mi alrededor.

En forma de un insistente murmullo en mi cabeza, escuchaba los gritos agónicos y las súplicas de mis víctimas, y el fuego de la ciudad ardiendo se reflejaba en mis ojos, profundos y melancólicos, llorosos por el humo y la destrucción desatada.

Mientras andaba entre las ruinas de la belleza, por mis ojos desfilaban los rostros de cada una de mis presas. Y sus caras, las caras de niños, mujeres y ancianos inocentes me miraban con terror y un miedo absoluto, mientras les arrebataba la vida.

¿Cuántos niños inocentes y ancianos impotentes habrían caído ya al abandono de mi frío acero? ¿Cuántos estarían por llegar hasta que la insaciable sed de sangre de mi señor se aplacase?
Yo mismo me había respondido. Su sed era insaciable, y llevaría la muerte allá donde fuese hasta que muriese, curiosa ironía, aunque la culpabilidad de sus muertes ya lo hacían, y cada día estaba un poco más muerto.

Lo peor eran las mujeres... Su rostro bañado en lágrimas, apretando futilmente a sus hijos, tratando de defenderlos de mi, mientras imploraban perdón... En cierto modo se lo daba, y precisamente era el perdón que yo mismo buscaba, pero ese conocimiento no cambiaba nada.

Desperté de mi ensimismamiento cuando algo me zarandeó el hombro. Levanté la mirada mientras apartaba de mi una mano callosa y vi a uno de esos crueles bastardos que disfrutaban matando, como todos los que habían a mi alrededor, y realmente sentí ganas de desenvainar la espada y matarlo. ¿Serviría de algo? Decidí contenerme.

- La matanza continúa - Dijo mientras mostraba una cruel sonrisa, con varios dientes partidos y amarillentos, con llagas y una lengua inflamada- Las calles ya son nuestras, y los hombres se han dado al saqueo y el libre placer, pero en el palacio la defensa sigue. Debe caer - Enfatizó mientras golpeaba su mano abierta con un puño.

Asentí secamente mientras mi semblante se ensombrecía. Más muertes a la lista.

El asalto fue brutal y sangriento. En apenas unos minutos avanzaba por encima de barricadas y portones derribados, dejando a mis espaldas los cadáveres de decenas de hombres, irreconocibles y destrozados.

Por delante mía, una descomunal horda de hombres que rugían y se comportaban como bestias arrasaban con lo que encontraban. Violaban a las doncellas y mataban a cualquier hombre que encontrasen, mientras rapiñaban lo que podían e incluso peleaban entre ellos por las riquezas. Justo delante, el hombre de antes me señalaba el camino a los aposentos reales, donde sin duda estarían escondidos los niños.

En cada recodo, esquina y habitación encontrábamos a valientes hombres realizando una enconada defensa, matando sin piedad a los ebrios invasores hasta que eran finalmente aplastados por el número. Más de una veintena de hombres cayeron tan solo bajo mi filo. Todos ellos hombres buenos que cumplían con su honor y su deber, no como yo.

Finalmente, entramos en una habitación especialmente decorada, tras derribar la puerta de una patada. Media decena de guardias con las mejores armas y armaduras salieron de las sombras, acuchillando a los hombres que iban delante y cargando sobre nosotros.

Hice resbalar a un golpe de refilón con mi guantelete acorazado, y usé la empuñadura de la espada para golpear a mi atacante en la nariz, haciendo saltar un chorro de sangre y provocando que retrocediera. Volví a golpearle en los riñones y le di un puñetazo de acero en la mandíbula, lanzándolo contra el suelo. Tras eso, avancé, dejando atrás a los hombres que peleaban e internándome en la estancia.

Era una habitación grande, decorada con numerosos detalles infantiles y mucho lujo. Escuché un llanto quedo y apagado procedente de algún lugar, y entonces centré mi vista.

En una pared había un gran armario de madera de cedro. Delante, una ventana cerrada y unas cortinas, y a mi derecha tres camas en forma de litera. Aguzé el oído a tiempo de escuchar el sonido del metal al chocar, y me giré rápidamente, bloqueando con la espada el ataque del guardia moribundo y rematándolo con un tajo en el cuello que le hizo caer. Avancé dos pasos más, y una mujer rabiosa y gritando se abalanzó sobre mí. La agarré del brazo y, con la tristeza más absoluta, la lancé contra la pared mientras le clavaba la espada en el corazón. Escuché un llanto de pena y, con lágrimas en los ojos, golpeé el armario, arrancándole la cerradura y dejando ver a 3 niños vestidos con las mejores galas. Las lágrimas asomaron a mi rostro, y mientras contemplaba sus tiernos y asustados rostros, deseé poder darme la vuelta y salvarles, pero a mi alrededor se amolinaban más hombres, que me miraban con sonrisas porcunas en el rostro. Tiré la puerta al suelo, con un grito de impotencia y dolor, estoqué 3 únicas veces, acallando los gritos y los llantos de los 3 pequeños, y empapando mi espada y mi corazón de más sangre inocente.

Me limité a sacudir la goteante espada y, con la mirada perdida, regresar al campamento, sabedor de que, una vez más, había fracasado..

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