jueves, 16 de septiembre de 2010

Memorias

El viento golpeaba los recios muros de piedra de la elevada torre, mientras la lluvia repiqueteaba con fuerza contra el tejado para luego caer en chorros hacia abajo.

El anciano señor del torreón contemplaba, desde su sobria habitación, la tormenta que cada vez acosaba sus tierras con más fuerza, intercalándolo con los pergaminos en los que escribía, con una letra fina y estilizada. La habitación era circular, como la torre donde moraba, y aparte de una cama de paja con varias sábanas, un pequeño armario con algunas piezas de ropa, una estantería repleta de libros y manuscritos y un imponente escritorio, que ocupaba más de la mitad de la cámara, no había muchas más cosas, aunque el escritorio estaba a rebosar.

Por toda la parte de la pared había varias velas de distintos tamaños cuyas llamas titilaban alumbrando la penumbra de la noche dispuestas de forma aleatoria. Sobre la mesa se extendían multitud de textos y pergaminos donde se habían garabateado miles de palabras e historias, con varias plumas de diferente tamaño y aspecto dispuestas sin mucho orden aparente, y un tintero cerca de donde el hombre se sentaba.Después de todo, había cierto orden lógico en la disposición de los elementos.

Entonces, los goznes de la puerta de entrada chirriaron, y ruidosamente la puerta se abrió, provocando una intensa ráfaga de viento que entró desde el pasillo y, además de congelar sus viejos y entumecidos huesos y apagar más de la mitad de las velas, tiró el tintero sobre el escritorio y derramó parte de su contenido sobre el caro rollo sobre el que escribía. El hombre esbozó una mueca y suspiró, tratando de recomponer el desorden de la mesa mientras uno de sus sirvientes, un joven erudito, con la cabeza rapada y una túnica marrón y sandalias como única vestimenta, entraba en su habitación, saludando con respeto.

- Señor, una comitiva se acerca por el camino - Avisó su sirviente, mientras entrecerraba los ojos y trataba de acostumbrarse a la escasa iluminación de la habitación. Parpadeó varias veces, y luego continuó – Son alrededor de cincuenta, y van armados.

El hombre frunció el ceño, visiblemente preguntándose a qué se debería una visita en un tiempo tan enrevesado y a tan altas horas de la noche. Luego, como acordándose de algo de repente, volvió a mirar a sus textos y esbozó un amago de sonrisa, mientras miraba por la ventana, pero la tormenta le impedía ver nada más allá de la propia inmediatez.

- Tal vez sea el momento – Dijo simplemente, mientras despedía al hombre con un gesto y se alegró de casi haber acabado su historia.

Los centenares de páginas que cubrían el escritorio, y la última sobre la que el hombre trabajaba, no eran alguna copia de un aburrido manuscrito, o los delirios de un viejo terminal. Eran una historia, la historia de su propia vida.
No siempre había sido un aburrido maestre en una torre solitaria habitad por media decena de personas. En su juventud, había sido un pendenciero aventurero; un guerrero. Había matado más hombres que días tiene un año, y realmente no se arrepentía. Simplemente, sus huesos se habían vuelto blandos y cansados, y había decidido retirarse de su antigua vida. Por supuesto, muchas de las personas que había matado podrían haber sido inocentes, como también había terminado con la vida de grandes figuras y personas importantes. Quizá el batallón que se dirigía hacia allí estuviese enviado por algún familiar rencoroso de alguno de los tantos que habían pasado por su filo.

- Ya sabías que esto iba a pasar – Se dijo a sí mismo, mientras se esmeraba en las páginas, escribiendo a toda prisa las últimas líneas de su vida.

Miró al armario, en el cual descansaba una gran espada envainada, y por un instante pensó en morir con ella. Luego desechó la idea. Como durante muchos años su compañera había sido la espada, hacía otros tantos que la pluma la había sustituido. Firmó la última de las páginas mientras de nuevo el sirviente de antes entraba, provocando que otra docena de velas se apagasen, dejando apenas un puñado de tenues llamas. El hombre, visiblemente alterado, tenía los ojos muy abiertos y miraba de un lado para otro.

- Maestro – Jadeó, tratando de recuperar el aliento perdido en una carrera agotadora – Han entrado.

- Que así sea – Dijo secamente el anciano, mientras colocaba una bolsa de cuero repleta de monedas en la mano de su sirviente, y señalaba al montón de pergaminos y textos – Quiero que los guardes y te escondas. Como última tarea, te encomiendo guardar lo que he estado escribiendo tantos años, pues hoy ha sido escrita la última página, y el punto final está ya puesto.

- ¿Qué es, señor? – Preguntó, cogiendo la bolsa y, ya por puro instinto, sacudiéndola para escuchar su contenido.

- Algo que quiero que conserves – Contestó simplemente, mientras organizaba de forma apresurada los textos y se los entregaba enrollados. Después, el hombre, todavía lleno de incógnitas pero visiblemente preocupado por las prisas, salió corriendo, buscando un escondrijo.

Después el anciano se dio la vuelta, se acercó cojeando hasta la ventana, mirando el borroso perfil de las nubes lejanas y la textura de los inmensos bosques que lo rodeaban. La puerta se abrió de nuevo, y una pareja de hombres corpulentos cubiertos de malla y cuero, uno de ellos portando un hachón más grande que el anciano, y el otro con una larga espada, aparecieron, obligándose a agacharse para pasar por la puerta.

Contemplaron unos instantes al anciano, y, mostrando su aplomo, el hombre se acercó lentamente hacia ellos.

- Buenas noches, caballeros – Dijo con tono calmado, sin alterarse. A su espalda, solamente una vela continuaba titilando suavemente - ¿Puedo saber a qué se debe su visita?

Uno de los hombres escupió al suelo y, con una mueca brutal en un rostro tuerto, con varias cicatrices por la cara y la mitad de sus dientes partidos, se acercó al hombre. Por sus túnicas y su habitación, era el señor de la torre, aunque por su aspecto pareciese un anciano copista más, lo que provocaba confusión en su ruda mente.

- Si - Contestó sin llegar a ser preguntado, dándose la vuelta y avanzando hacia el escritorio, dejándolos a su espalda – Soy yo el que mató a aquel buen amigo de vuestro señor, hace tantos años – Concretó, ante el rostro sorprendido de los dos hombres, que se miraron - ¿A qué esperan? – Instó.

El que portaba la espada se encogió de hombros y, con sonrisa estúpida, se acercó al hombre, tiró su espada al suelo y desenfundó de su cinturón un pequeño cuchillo afilado.

El hombre hizo un corte en su cuello, lo bastante profundo para que empezase a sangrar, y el hombre trató de arrastrarse y alcanzar la ventana, trastabillando y apoyándose sobre la silla. A lo lejos, un brutal trueno golpeó la campiña, y segundos después un rayo atravesó el cielo. El anciano cayó sobre la mesa, y estirando la mano, agarró la pequeña vela. La vida se escapaba por fin de su cuerpo marchito y, ante la mirada sorprendida de los dos hombres de armas que acababan de arrebatarle la vida, la agarró con firmeza y, presionando con el pulgar y el índice, apagó la última llama titilante, al tiempo que otra llamaba abandonaba su corazón y, aflojando la presión de sus piernas, cayó al suelo.

Sobre la mesa, podía verse la hoja final de sus memorias, ya terminadas, sellada y lacrada con un pequeño círculo de la ardiente cera de esa última vela que ardió en la sala.