domingo, 21 de marzo de 2010

Llueve

Amanece....

La lluvia, una fina capa primaveral, cae sobre mí mojando mi cuerpo, y el viento acaricia mi rostro. Mientras, el sol aparece, saliendo de entre las nubes, y sus rayos atraviesan el cielo y disipan cualquier duda sobre el futuro, calentando mi cuerpo y mi corazón, y el arco iris se deja ver en la distancia. No siento ninguna duda, y no temo lo que pueda pasar. Me siento fuerte y ajeno a la muerte y el frío del acero, como si aceptase lo que puede pasar.

- Es tan bonito – Me oigo decir a mí mismo, mientras contemplo desde mi ventana cómo el gran astro se eleva lentamente, y un resplandor ilumina todo el valle, dejando ver la lejana columna que se eleva hacia la aldea – Un digno final...

Entonces me doy cuenta de que ni siquiera me he lavado la cara, y me retiro a la palangana con agua del día anterior.

- Suficiente – Pienso mientras me lavo la cara y el cuerpo, y luego empiezo a vestirme, lentamente, sin prisas, sabiendo todo lo que va a pasar, pero sin sentir miedo

Cojo mis armas. Las armas que empuño mi padre y el suyo antes que él. La espada está mellada, el escudo doblado en los bordes y la cimera rajada. No son armas muy seguras, ni las que usaría un héroe de leyenda para librar su última contienda contra el dragón de turno, pero que demonios… Ni yo soy un héroe ni mi enemigo un dragón. Me coloco la cota de malla oxidada, y tras guardar la espada en un cinto medio podrido salgo fuera. En el exterior, varias decenas de hombres cómo yo se preparan para el destino inevitable. Puedo ver en sus rostros que algunos lo aceptan, otros no, pero eso ya no importa. El destino será común a todos nosotros.

Aquel que se hace llamar caballero sale de su cabaña. Las armas que porta son mucho más esplendorosas que las mías, eso es innegable, y su expresión es decidida y feroz.

Recojo una de las lanzas, palos apenas tallados con una punta de hierro en su extremo, y me dirijo a la formación. Nos colocamos en la explanada exterior del pueblo, y nos limitamos a esperar. A lo lejos, el enemigo avanza a ritmo tranquilo. Algunos dicen que son bestias, otros que son demonios, pero para mi no son más que hombres. Hombres con sus pasiones, sus deseos, sus penas y sus amores. Hombres que matan y mueren, como yo.

El sol está en su cenit. Deja de llover. Ellos siguen avanzando sin prisa alguna. Me quito el casco, y dejo que el viento acaricie mi rostro y haga danzar mis cabellos mientras contemplo por última vez mi tierra natal, donde nací, donde viví y donde moriré, y esa imagen prevalece en mi mente.

Ya están aquí. Las mujeres gritan, los niños lloran y los hombres rezan lo que saben. Me coloco el yelmo y empuño la lanza, y contemplo, inexpresivamente, como cientos de figuras se lanzan a la carga hacia nosotros. ¿Debería sentir miedo?

Bajo la lanza, me preparo para recibir el impacto y contemplo fijamente, concentrado. Aquel que se hace llamar caballero grita varias órdenes. Una flecha diestramente lanzada le impacta en el cuello y cae muerto al suelo como un saco de patatas. Los hombres se preparan. Unos cuantos tiran las armas y corren para salvar la vida. Las flechas llueven sobre nosotros. Coloco mi escudo y dejo que el impacto caiga, y siento los golpes, y un pinchazo en mi pierna me hace gemir de dolor. Mantengo firmemente mi arma, como querría mi padre, y cuando escucho el sonido de los cascos de los caballos, la esgrimo hacia arriba. Algo duro es atravesado por su punta, y un chorro de sangre empapa mi rostro. Suelto la lanza bloqueada y desenvaino mi espada.

Un hombre armado con un hacha salta hacia mí. Bloqueo su ataque, como me enseñaron, y golpeo contra su rostro desnudo. Se echa hacia atrás y vuelve a golpearme en el brazo izquierdo. Gimo de dolor, y golpeo por inercia con mi escudo contra su rostro, haciendo que se desestabilice. Sigo avanzando, tajando y cortando, mientras siento decenas de pinchazos y dardos por todo mi cuerpo, y la vista se me empieza a nublar.

Enderezo la espalda, mientras rujo con las fuerzas que me restan. Mi espada sube y baja, chocando contra acero, y entonces encuentro algo blando, y un chorro de sangre empapa mi cuerpo. Bramo triunfante y sigo avanzando, pateando y destrozando. A mi alrededor, los hombres matan y mueren, pero yo me siento invencible, como un dios viviente...

Una maza me golpea en la columna desde atrás, y siento como se quiebra ante el golpe. Intento levantarme, manoteo desesperadamente y caigo de boca, partiéndome la mandíbula. Intento girarme, mientras suelto las armas y lágrimas de impotencia resbalan por mi rostro.

Atraviesan nuestras filas y nos masacran como a corderitos. Antorchas y flechas ardiendo cruzan el cielo, tapando el arcoiris. Las cabañas arden, las mujeres son profanadas y los hombres como yo, acuchillados.

Empieza a llover. Es una lluvia espesa, y sabe a cenizas. Miro hacia el espeso cielo taponado por el humo. Mi casa arde. Todo el pueblo arde. El humo sube, y tapona toda luz y esperanza. Siento la fría mano de la parca acariciar mi rostro, rodearme y quitarme la fuerza vital mientras las finas gotas de lluvia me martirizan. Soy consciente de mi muerte y de la muerte absoluta a mi alrededor y lo último que percibo es que, a mí alrededor, llueve.

domingo, 14 de marzo de 2010

Redención: Parte I

Caminaba con paso firme, de un modo casi mecánico, perdido en la inmensidad y ajeno a todo lo que sucedía a mi alrededor.

En forma de un insistente murmullo en mi cabeza, escuchaba los gritos agónicos y las súplicas de mis víctimas, y el fuego de la ciudad ardiendo se reflejaba en mis ojos, profundos y melancólicos, llorosos por el humo y la destrucción desatada.

Mientras andaba entre las ruinas de la belleza, por mis ojos desfilaban los rostros de cada una de mis presas. Y sus caras, las caras de niños, mujeres y ancianos inocentes me miraban con terror y un miedo absoluto, mientras les arrebataba la vida.

¿Cuántos niños inocentes y ancianos impotentes habrían caído ya al abandono de mi frío acero? ¿Cuántos estarían por llegar hasta que la insaciable sed de sangre de mi señor se aplacase?
Yo mismo me había respondido. Su sed era insaciable, y llevaría la muerte allá donde fuese hasta que muriese, curiosa ironía, aunque la culpabilidad de sus muertes ya lo hacían, y cada día estaba un poco más muerto.

Lo peor eran las mujeres... Su rostro bañado en lágrimas, apretando futilmente a sus hijos, tratando de defenderlos de mi, mientras imploraban perdón... En cierto modo se lo daba, y precisamente era el perdón que yo mismo buscaba, pero ese conocimiento no cambiaba nada.

Desperté de mi ensimismamiento cuando algo me zarandeó el hombro. Levanté la mirada mientras apartaba de mi una mano callosa y vi a uno de esos crueles bastardos que disfrutaban matando, como todos los que habían a mi alrededor, y realmente sentí ganas de desenvainar la espada y matarlo. ¿Serviría de algo? Decidí contenerme.

- La matanza continúa - Dijo mientras mostraba una cruel sonrisa, con varios dientes partidos y amarillentos, con llagas y una lengua inflamada- Las calles ya son nuestras, y los hombres se han dado al saqueo y el libre placer, pero en el palacio la defensa sigue. Debe caer - Enfatizó mientras golpeaba su mano abierta con un puño.

Asentí secamente mientras mi semblante se ensombrecía. Más muertes a la lista.

El asalto fue brutal y sangriento. En apenas unos minutos avanzaba por encima de barricadas y portones derribados, dejando a mis espaldas los cadáveres de decenas de hombres, irreconocibles y destrozados.

Por delante mía, una descomunal horda de hombres que rugían y se comportaban como bestias arrasaban con lo que encontraban. Violaban a las doncellas y mataban a cualquier hombre que encontrasen, mientras rapiñaban lo que podían e incluso peleaban entre ellos por las riquezas. Justo delante, el hombre de antes me señalaba el camino a los aposentos reales, donde sin duda estarían escondidos los niños.

En cada recodo, esquina y habitación encontrábamos a valientes hombres realizando una enconada defensa, matando sin piedad a los ebrios invasores hasta que eran finalmente aplastados por el número. Más de una veintena de hombres cayeron tan solo bajo mi filo. Todos ellos hombres buenos que cumplían con su honor y su deber, no como yo.

Finalmente, entramos en una habitación especialmente decorada, tras derribar la puerta de una patada. Media decena de guardias con las mejores armas y armaduras salieron de las sombras, acuchillando a los hombres que iban delante y cargando sobre nosotros.

Hice resbalar a un golpe de refilón con mi guantelete acorazado, y usé la empuñadura de la espada para golpear a mi atacante en la nariz, haciendo saltar un chorro de sangre y provocando que retrocediera. Volví a golpearle en los riñones y le di un puñetazo de acero en la mandíbula, lanzándolo contra el suelo. Tras eso, avancé, dejando atrás a los hombres que peleaban e internándome en la estancia.

Era una habitación grande, decorada con numerosos detalles infantiles y mucho lujo. Escuché un llanto quedo y apagado procedente de algún lugar, y entonces centré mi vista.

En una pared había un gran armario de madera de cedro. Delante, una ventana cerrada y unas cortinas, y a mi derecha tres camas en forma de litera. Aguzé el oído a tiempo de escuchar el sonido del metal al chocar, y me giré rápidamente, bloqueando con la espada el ataque del guardia moribundo y rematándolo con un tajo en el cuello que le hizo caer. Avancé dos pasos más, y una mujer rabiosa y gritando se abalanzó sobre mí. La agarré del brazo y, con la tristeza más absoluta, la lancé contra la pared mientras le clavaba la espada en el corazón. Escuché un llanto de pena y, con lágrimas en los ojos, golpeé el armario, arrancándole la cerradura y dejando ver a 3 niños vestidos con las mejores galas. Las lágrimas asomaron a mi rostro, y mientras contemplaba sus tiernos y asustados rostros, deseé poder darme la vuelta y salvarles, pero a mi alrededor se amolinaban más hombres, que me miraban con sonrisas porcunas en el rostro. Tiré la puerta al suelo, con un grito de impotencia y dolor, estoqué 3 únicas veces, acallando los gritos y los llantos de los 3 pequeños, y empapando mi espada y mi corazón de más sangre inocente.

Me limité a sacudir la goteante espada y, con la mirada perdida, regresar al campamento, sabedor de que, una vez más, había fracasado..